Per Simón Alegre
Tanto los datos del CIS como los indicadores de Transparency International coinciden en la valoración negativa de los partidos políticos españoles. La preocupación por la corrupción crece exponencialmente y, en el terreno de la partitocracia, nos remite a las prácticas comunes en materia de financiación.
La mala conciencia por la imagen de opacidad trasladada alumbra el nuevo Proyecto de Leyregulador de las actividades económicas de los partidos. El origen gubernamental del mismo no oculta el carácter corporativo de la problemática ni su emergencia cíclica, más acuciante hogaño por la crisis de desafección. No en vano, fueron los partidos, de consuno, los que se aumentaron la asignación para su funcionamiento ordinario en un 20% mediante la LO 8/2007.
El desagravio a aquella democracia inorgánica, la de los partidos, que satanizó el franquismo ha derivado en totemización. A fuer de sobreprotegerlos como instrumentos de consolidación democrática, se han convertido en una disfunción a estos efectos. Sin ir más lejos, la reforma de ley electoral acordada por los mascarones de proa de los nacionalismos hispanos –PP, PSOE, CiU y PNV- opera como una barrera adicional en el coto privado de la partitocracia. No, los partidos no desaparecerán porque su principal función diferenciadora es la concurrencia a las elecciones, pero resulta innegable que sus prácticas onerosas han hastiado a la población. Cabe espetar, por otra parte, que la valoración negativa de los mismos es susceptible de cambiar, como han puesto de manifiesto las opuestas evaluaciones diacrónicas de monarquía y ejército.
Lo antedicho nos pone, por tanto, necesariamente en guardia ante el Proyecto de Ley definanciación de los partidos. Son bienvenidas las prohibiciones de donaciones a los mismos procedentes de personas jurídicas y entes sin personalidad jurídica y de las condonaciones de deudas por parte de las entidades de crédito. Pero, no obstante, sigue en la recámara el comodín de las fundaciones para cobijar las donaciones más cuantiosas y sospechosas, como las de las empresas que trabajan con las administraciones públicas.
Sólo una quinta parte de los ingresos de los partidos proviene de las cuotas y el “impuesto revolucionario” cobrado a sus cargos públicos. Estas formaciones, sin embargo, se han revelado como voraces maquinarias gastadoras, especialmente para afrontar las campañas electorales. La financiación pública indirecta –espacios gratuitos de propaganda física y audiovisual- no les basta porque desean patentizar su ventaja por aplastamiento y, de paso, estabular a los emergentes y novatos en el agujero negro de la invisibilidad. Y entre recursos propios y la financiación pública directa tampoco les llega para costearse las campañas de marras y el funcionamiento rutinario. Es entonces cuando el río del gasto crónico y desmedido busca su cauce y se desborda a su paso por Gürtel, Filesa, Palau o Tragaperras –otra vez los protagonistas respectivos de antes-, ahogándonos en la vileza del fraude.
Ojo avizor con el cosmético Proyecto de Ley, pues. Si el ciudadano contribuye con sus impuestos a la financiación de los partidos, también puede considerar la exigencia a los mismos de procedimientos y comportamientos democráticos.
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