lunes, 6 de noviembre de 2023

Opus Caementicium: el sorprendente invento del hormigón romano y su impacto duradero

 El legado del arte de construcción romano perdura en nuestra sociedad moderna de maneras sorprendentes. El "Opus Caementicium," o lo que conocemos como hormigón romano, representa uno de los avances tecnológicos más notables de la Antigua Roma. Descubre cómo el Opus Caementicium ha resistido la prueba del tiempo y continúa influyendo en la arquitectura y la ingeniería en la actualidad.

Augusto se jactaba de haberse encontrado una Roma hecha de ladrillo y haberla dejado recubierta de mármol, pero lo cierto es que el primer emperador romano no dejó una Roma de mármol sino de hormigón. Y es que, sin el opus caementicium fabricado por los romanos, es inconcebible su magnífica y perdurable ingeniería civil, uno de los pilares básicos sobre los que se construyó el Imperio.

La existencia de una amplia red de calzadas y puertos facilitó el comercio y las comunicaciones –aspectos fundamentales para el crecimiento económico y el control político y militar– y los acueductos y cloacas permitieron el crecimiento de las ciudades. El hormigón romano fue, pues, un invento que revolucionó, sin duda, la forma de construir, desde los grandes edificios de inmensas cúpulas a los puentes, las calzadas o las murallas. 

Se utilizó, por ejemplo, en la construcción del Coliseo romano, que al estar ubicado sobre una laguna obligó a realizar una cimentación de casi 13 metros de profundidad de opus caementiciumEn definitiva, nacen novedosas técnicas constructivas surgidas de la aparición de un material –tan resistente como la piedra, pero más dúctil y, sobre todo, más barato– que dará identidad propia a todo el Imperio romano.

Un hallazgo innovador en la construcción romana

El único conglomerante que se conocía desde el siglo IV a.C. era el mortero de cal aérea, compuesto de cal grasa, arena y agua. Este llegó a Roma probablemente desde Grecia y se convirtió en material de uso común a comienzos del siglo III a.C. Fue en el II a.C. cuando apareció el hormigón romano o argamasa. La cal ya era conocida por griegos, fenicios y cartagineses para impermeabilizar y revestir superficies, pero los romanos le dieron un nuevo uso: servir de material para la elaboración del hormigón.

Lo que hacían era obtener cal viva –quemando en hornos especiales trozos triturados de piedra caliza– que mezclaban con agua y arena para conseguir el mortero. Si después se añadía un componente sólido (piedras, grava, cerámica troceada, etc.), se obtenía el hormigón opus caementicium, considerado como una ‘piedra artificial’ por su dureza y resistencia al paso del tiempo.

Pero la peculiaridad del hormigón romano se halla en la arena que utilizaban. Esta se extraía en grandes zonas del sur de Italia que son de origen volcánico. Este material era la pozzolana o puzolana, originaria de Pozzuoli (Nápoles). Este árido –un tipo de ceniza volcánica– incorporaba a la mezcla de agua y cal un cemento hidráulico natural y un mortero muy resistente, de gran dureza. Este opus caementicium compuesto de mortero de cal –cuya arena era volcánica– y de elementos pétreos (los caementa) cogía al fraguar una resistencia tal que se podía utilizar como relleno y también como material de construcción. Pronto se convirtió en un sustituto barato y eficaz de ladrillo y piedra.

Además, era rápido y fácil de preparar, pues no necesitaba obreros de gran cualificación, a diferencia de lo que ocurría en la construcción de muros de piedra (esta había que tallarla y transportarla).

La transformación revolucionaria de la construcción de muros en Roma

Hasta ese momento, Roma –como Grecia, Siria, Egipto y los otros pueblos del Mediterráneo– había construido con muros de una sola hoja, es decir, manteniendo un aparejo homogéneo de piedra o de ladrillos en todo el espesor del muro. Pero la gran novedad de la estructura mural romana aparece cuando se descubren las propiedades de este nuevo mortero o argamasa, que tenía plasticidad antes del fraguado y una gran solidez después del mismo. Esto cambió radicalmente la forma de construir.

Al entrar en juego el opus caementicium los constructores romanos fueron abandonando de forma progresiva la ejecución de muros homogéneos de una sola hoja en beneficio del opus emplectum, una técnica que consistía en crear un encofrado o vacío entre dos muros que se llenaba con el hormigón.

El proceso conllevaba hacer una mezcla con 12 partes de ceniza volcánica (puzolana), 9 de cal, 6 de arena y 16 de grava y piedras. Los elementos se vertían en seco dentro de moldes de madera llamados mortarium (de donde procede la palabra ‘mortero’), se añadía agua y se batía la mezcla. Al mismo tiempo, se iba montando un encofrado de tablones de madera o cañas o levantando dos muros paralelos de sillería, mampostería o ladrillo.

En el interior del encofrado o del muro se vertía una primera capa de poco espesor de áridos –caementum–; a continuación se vertía mortero hasta cubrir y rellenar la capa de caementum y se dejaba fraguar. Esta operación se repetía hasta rellenar en altura todo el encofrado.

Al ser fluido en el momento de su elaboración, este material necesitaba una contención; por eso, la mezcla del mortero romano se realizaba en la misma pared, dentro de encofrados de madera, ladrillo o piedra previamente montados que evitaban que el hormigón se desplomase mientras la mezcla no se hubiera solidificado (fraguado) y convertido en una masa densa y homogénea de gran resistencia. En un primer momento, se utilizaron para estos encofrados grandes bloques de piedra (opus quadratum), pero más tarde la búsqueda de soluciones más ligeras dio lugar a una gran variedad de aparejos decorativos.

Su impacto en la arquitectura romana: bóvedas y cúpulas incluidas

Como hemos visto, su bajo coste y su rápida obtención hicieron del opus caementicium el aliado indispensable para levantar robustas paredes e imbatibles murallas, pero también era básico para el elemento más representativo de la construcción romana: el arco y sus formas asociadas (el arco de sillería, la bóveda y la cúpula). Gracias al hormigón, aún hoy desafían al tiempo y a los elementos una serie de bóvedas y cúpulas de dimensiones considerables.

Los romanos no inventaron el arco; lo que sí hicieron fue generalizar su construcción en piedra. Utilizaban diferentes piezas –dovelas– que, al encajarse simultáneamente, contrarrestaban las fuerzas (el empuje de los laterales) y le daban mayor estabilidad y durabilidad. Así se pudieron construir puentes, arquerías de acueductos y arcos de entrada a las ciudades.

Pero esta novedad cambió aun más con el desarrollo del más ligero opus caementicium. Al fabricarse con una piedra volcánica más porosa y ligera, permitía quitar peso al conjunto. El hormigón podía sostenerse por sí mismo y soportar una gran cantidad de peso. Sin el peso de la piedra, la construcción tenía mayor resistencia y permitía grandes y pesados alzados sobre paredes más reducidas e integrar grandes pilares que sostenían anchos espacios no solo con arcos, sino también con cúpulas y bóvedas. 

Estas se construían con una masa de hormigón hecha con puzolana y cascajo y solían tener gruesos arcos de ladrillo embebidos en la bóveda misma, que servían de sujeción provisional y como refuerzo interior.

Hormigón hidráulico: La innovación romana

Para el Imperio romano, cuyo crecimiento y expansión se dio, fundamentalmente, alrededor del Mediterráneo, el mar era una vía de comunicación esencial. Esto hacía de los puertos puntos clave para su crecimiento económico, al ser el nexo de unión entre las vías de comunicación terrestres y marítimas.

Y es precisamente la construcción de los puertos romanos la que ha albergado durante siglos una gran incógnita: ¿cómo podían durar tanto sus construcciones en contacto con el agua de mar? No hace tanto que se ha descubierto que el secreto de que aún queden en pie espigones, diques, rompeolas o muelles levantados por los ingenieros romanos hace 2.000 años está en la utilización de la puzolana para fabricar un tipo de hormigón hidráulico.

Como el endurecimiento del mortero de cal grasa se producía por el contacto con el aire (un proceso de carbonatación que no se comportaba bien con humedad), esto descartaba que se pudiera utilizar para obras bajo el agua, como la cimentación de un puente o de un muelle, pero los romanos inventaron otro tipo de hormigón que fraguaba bajo el agua y que se obtenía al sustituir la arena del mortero directamente por puzolana.

Esta arena volcánica permitía al mortero ser resistente al agua y fraguar en un entorno muy húmedo. Una gran cantidad de silicatos de alúmina unidos a la cal hacían que esta se transformase artificialmente en una cal hidráulica que, expuesta al agua de mar, reaccionaba con las cenizas volcánicas de forma muy rápida. 

Esto lo convertía en excepcionalmente útil para usos portuarios. El método de construcción consistía en verter hormigón hidráulico en cajones de madera construidos en el fondo del mar. Cuando se superaba el nivel del agua, se continuaba en altura con hormigón convencional.

El hormigón con polvo de Pozzuoli se endurecía hasta tal punto, que motivó que Marco Vitruvio Polión (arquitecto e ingeniero del siglo I a.C.) escribiera: “Se unen súbitamente en un cuerpo y se endurecen por instantes, consolidándose en el agua de modo que no bastan a desatarlas ni la violencia de las olas, ni ninguna otra fuerza de las olas”.

Tras los romanos, se generalizó el uso del hormigón basado en el cemento (no en cal) y construir en contacto con el agua fue un problema, ya que empezaba a deteriorarse nada más echarlo al mar. Por suerte, el buen hormigón de hoy en día es superior al hormigón marino de los romanos, que no obstante sigue teniendo una ventaja: el uso de materiales naturales procedentes de la roca volcánica no generaba emisiones de CO2 en su fabricación.


Font, article de Jaime Tajuelo per a "Muy interesante"


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